“Acá hay una depresión”, pensé… “después de tantos años de convivir con ella se ha convertido en mi sombra; conozco su forma, sus matices, y reconozco sus huellas en los demás”.
En el libro El lugar de las sombras, ópera prima de la
escritora antioqueña Maritza Franco Alzate, nos sentimos atravesados en cada
una de sus páginas y de sus párrafos por esa presencia constante, obsesiva de “la
sombra”, en todas las acciones que componen el hilo narrativo de la novela.
Sin restricciones, la autora tiene claro lo que quiere
contar: cómo la depresión se infiltra como una sombra en la vida de los
protagonistas, a veces evidente, a veces sutil, en ocasiones apabullante hasta lograr
la oscuridad total, en otras solapada para permitir resquicios de luz y tratar
de pasar desapercibida. Pero siempre dispuesta a dañar todo lo que toca a su
paso. Porque a través de la narración de la protagonista, Luciana, y la
descripción pormenorizada de sus relaciones con amistades, clientes y parejas, tiene
claro que la gran mayoría de nuestras familias “normales” se ha visto
fracturada por un episodio de depresión que enrarece sus rutinas, que empaña lo
cotidiano, que contamina los lazos, los afectos y se apodera del humor, de los
sentimientos, de los intentos de comunicación y los destruye.
Como un óxido que corrompe el metal, como una humedad que
llena de moho las superficies, como una comunidad de termitas que devora los
pilotes de madera y del techo y termina destruyendo las estructuras de una
cabaña que se veía firme.
Así de claro. Así de contundente. Lento, pero sin pausa, va
haciendo metástasis para contaminar hasta el último rincón de lo que estaba
sano. Robándole vida a la vida, dejando sin esperanzas lo que algún día las
tuvo.
Destruyendo las relaciones personales y los anhelos, dañando
la calidad de la existencia y muchas veces conduciendo de manera directa al
final de ella.
Porque tiene presente que se juega la vida en el trayecto,
muchas veces sin conocer ese mecanismo de relojería perversa que opera por dentro
de las personas: “…también yo recogería pedazos, pero de tiempo para formar
días de vida perdidos. El día sería más difícil que la noche. Afuera, todo
marcharía bien; no se detendría el mundo porque yo no hubiera dormido. Llegada
la mañana me bañaba con la boca seca, la piel sin brillo y la sensación de una
fuerte resaca.”
“No podía salir así, debía dormir, pero ya no había tiempo.
No podía conducir así, pero lo hacía. Medio conducía, medio trabajaba, medio
vivía.El día empezaba a obscurecer y los temores a llegar. Veía mi cama como un
enemigo que se reía. Me parecía que tenía vida propia. La preparaba con
cuidado, extendía bien la sábana y miraba la almohada blanca, ya acostumbrada a
los rastros de maquillaje que delataban las lágrimas.”
“Las luces de mi casa empezaban a apagarse, y yo me disponía
a enfrentar una batalla que siempre perdía.”
Porque este libro nos hace entender que el problema está
allí, muchas veces respirando detrás del hombro, velando nuestros sueños para
convertirlos en insomnios, mutando las caricias en agresiones, las risas en
llantos, las ilusiones en miedo, los proyectos en frustraciones. Y casi siempre
sin darnos cuenta.
“En las sombras se siente más de lo que se debiera sentir;
se piensa más, se analiza cada cosa, cada detalle; cada dolor es como una gota
que cae en el agua y genera ondas infinitas de pensamientos. Perfectamente
triste para besar la boca inútil de la muerte, lloro ante los sueños rotos que
me separan de las cosas” dijo Pizarnik.
“Muchos dejan caer el cuerpo desde un alto edificio,
mientras el alma se envuelve en el viento con otra dirección. Otros prefieren
abrirse la piel buscando sacar de las venas el origen mismo del dolor, para
verlo salir, y en cada gota despedirlo mientras los ojos se cierran y la mirada
se pierde en un incierto pero nuevo camino. Algunos disparan o cuelgan la parte
del cuerpo que resguardó el verdugo amenazante, ese «pensamiento» que cerró las
puertas cuando la luz entró por ellas. O también, como mi vecino, otros deciden
esperar un sueño que llega entre el monóxido de carbono, un último sueño que
muestra la salida del oscuro túnel del cuerpo.”
La protagonista narra las cosas como si sufrir fuera parte
de lo cotidiano, como un presente “normalizado” que no deja otra opción,
entendiendo que hay un mecanismo macabro que controla su mente y se apodera de
su cuerpo y sus decisiones. El asunto llamativo es que lo entiende y aprende a
convivir con su estado, bien sea cuando está derrotada:
“—Son las dos de la mañana. No he podido dormir en varios
días. Alguna vez ha escuchado que le digan: ¿Descanse y mañana piensa mejor las
cosas? ¿Descanse que mañana será otro día? Piense que esas palabras no existen
para mí. Todo es un mismo día. No puedo ver las cosas distintas. Siento que mi
cabeza se está llenando y cada día que pasa, se va quedando sin espacio. Todo
son imágenes recientes, confusas. Ya no sé diferenciar entre los sueños y la
realidad. ¡Por favor, deme ese Rivotril!”
O cuando está medicada: “Con el Rivotril que había consumido
parecía que viviera en una nube permanente. Sentía la cabeza como un globo en
donde todo flotaba. Solo quería dormir, y lo hacía. El orden de importancia de
las cosas empezaba a cambiar. Sentía
palpitaciones y temblores permanentes. La vida estaba pasando a mi lado, y yo
no estaba en ella.”
“No lo dejé. Sabía
que me dañaba, pero se quedó conmigo. Como un amigo que miente o como un amor
que engaña. Cada noche tenía la certeza de que sería más difícil dejarlo.
Sentía su efecto, al igual que se sienten los besos que no son sinceros, pero
que, aun así, se necesitan. Cada noche el Zolpidem llegaba al lugar de mis neurotransmisores
y se llevaba algo de mí, lo sentía; no contento, me impedía, además, ir al
lugar donde se encuentran las realidades, las fantasías, los temores y los
anhelos. No soñaba, pero dormía. Acepté esa negociación. Gracias a él podía
levantarme y programar el día sin tener una deuda que pagarle al sueño,
trabajar, hacer ejercicio…, simplemente, podía vivir”.
O cuando está encontrando una especie de equilibrio forzado
en lo que entiende como una anormalidad concertada, a la cual se tiene que
acostumbrar“Le sonreí, con la certeza de que las personas se conocen en la
marcha; es allí donde van mostrando sus cartas.
Nadie enseña el juego completo; todos tenemos una o más cartas ocultas esperando el
momento para mostrarlas o dejarlas ahí para siempre, hasta que ellas solas, en
un descuido del destino, se dejan ver.”
“En esa casa también estaba ella, «la sombra»; era fácil
percibirla en la mirada, en el rostro. Allí estaba y, hoy, marcaría el rumbo de
la conversación.”
“Sabía lo difícil que era aceptar esa enfermedad en el otro.
Recuerdo la indiferencia de casi toda mi familia durante las crisis más
difíciles de mi enfermedad. A excepción de mi hermana menor, los demás pasaban
a mi lado haciendo sus vidas, y yo tenía la mía detenida. Tardé muchos años en
entenderlos. Solo cuando las sombras se
fueron desvaneciendo un poco, pude comprender que ellos no veían ese lugar que se
extendía en mi cabeza. Era invisible, allí, donde me volvía pequeña o los
problemas se volvían grandes, más de lo que en realidad eran.”
“Me pareció buena la idea. Estar allí en unas urgencias
psiquiátricas y no tener que organizar la casa cuando todo termine. Poder
gritar sin el temor de ser escuchada. No fingir que estoy bien. No luchar, y
dejar que luchen por mí.”
Casi siempre asumiendo el mundo y la vida real de manera
solitaria, sin contar con la comprensión y el apoyo de familiares y amigos, por
el contrario, casi siempre teniendo en ellos a los críticos más feroces e
intolerantes, que en todo momento se negaban a entender que el asunto era
patológico e iba más allá de un capricho por una personalidad afectada por un
cuadro psiquiátrico que la mayoría se niegan a asumir y a confrontar para
buscar una salida: “Yo tenía una soledad que Luis no conocía, un silencio que
me acompañaba como el delantal en el que mi madre secaba sus manos.”
“Hoy no entiendo cómo
me dejé hacer eso. Latigazos al espíritu, al corazón, al alma, a como se quiera
llamar esa parte invisible que los médicos no pueden curar; allí donde las
heridas a veces no sanan. A diferencia de la cicatriz en el cuello por mi
cirugía de tiroides, esa sobre la que mis ojos cada mañana pasan indiferentes,
esta cicatriz del alma se abre y sangra cada que recuerdo… no a Sergio, me
duele es esa joven de veintidós años, a quien no pude ayudar.”
“Yo no quería decir nada, lo que veía no me dolía, me
humillaba. Tampoco podía llorar, ni enfurecerme; ya estaba lacerada por dentro.
Mis lágrimas no salían, solo miraban a través de mis ojos.”
“Muchos psicólogos visité, terapeutas, bioenergéticos y hasta
brujas. Buscaba no tener tantas heridas y no sabía cuál debía curar primero. No
puedo hoy recordar sin dolor lo difícil de esos días, tampoco recuerdo los
acontecimientos importantes de esa época; por ejemplo, quién gobernaba el país
o si todo me sucedió antes o después de lo de las torres gemelas.
Trataba de escaparme de ese enemigo que tenía dentro y que
me encontraba en las noches cuando estaba sola, o en el día cuando tenía una pausa.
Quería evadir mi mente, no quería escucharla. Era ella quien me perseguía
trayendo de nuevo la imagen de alguien a quien ya no quería amar.”
“Empecé a entender que no era la única buscando la felicidad
en lugares equivocados.” Y así, desde lo femenino, con un lenguaje
profundamente poético nos narra una serie de historias reales que tienen que ver
con la pérdida, con el dolor, con la angustia de sentirse vivo sintiendo que es
algo injusto o por lo menos inequitativo, a través de la muerte del ser
querido, del cáncer, del aborto, de la enfermedad, de la infidelidad, del
abandono; de la presencia constante de la muerte, de la incomprensión de las
parejas, de la imagen ambivalente del
padre, de la constante lucha de las madres por tratar de dar consuelo o
sacar adelante sus proyectos porque se
encuentran ante un mundo masculino profundamente misógino e insuficiente que no les proporciona
apoyo cuando más lo necesitan, por la mezquindad y la cobardía de hombres que
prefieren huir a acompañar.
Las historias son poderosas y muy bien narradas, conmueven
por su carga afectiva sin caer en el patetismo del melodrama. Como lector,
confieso que es difícil salir indemne de ellas sin quedar tocado de manera
efectiva, cuestionado y un tanto roto.
Este libro se ha constituido en una experiencia de lectura
invaluable y me llegó a rincones de conciencia que desconocía, pese a mi
formación como médico, como lector y como escritor de ensayo y ficción.
No dudo en recomendar esta novela, El lugar de las sombras,
a los lectores sensibles, a los indiferentes que necesitan ser permeados por
asuntos que trascienden las relaciones de las personas que los rodean, a los
médicos que tratan pacientes, a los familiares que están rodeados de personas
que sufren y no saben por qué, a los que han sido pacientes y están en pleno
proceso de lucha, en fin, a los que quieran entender ese flagelo de la
depresión que no da tregua y cada vez más nos tiende un cerco que no diferencia
edades, sexo, estrato, nivel de
educación. Pese a lo bien escrito, a la poesía precisa y desgarrada de cada una
de sus frases, al entendimiento doloroso que la autora demuestra del tema en su
calidad de paciente y sobreviviente de una “depresión mayor cíclica y recurrente”,
enfrentarse a este libro es una aventura fuerte, que puede llegar a ser
dolorosa en la medida en que nos confronta y nos cuestiona nuestra relación con
el otro y con nosotros mismos. Y eso no siempre es grato.
En hora buena haber tenido la oportunidad de sumergirme en este libro. Creo que es un logro por parte de su autora que ha escrito un capítulo distinto y notable en la literatura colombiana, en la narrativa femenina y en la escritura que tiene que ver con los asuntos mentales y del comportamiento humano. Creo que la Editorial CES se ha anotado un tanto a su favor, en un libro que produce un impacto profundo, que será valorado y agradecido por los lectores.
Reseña original aquí
https://asmedasantioquia.org/2022/06/16/resena-del-libro-el-lugar-de-las-sombras/#more-21725%20l
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