Cuento Muñeca rota

 

Muñeca rota

 


Le recordé a Gloria que debía tener cuidado, pues el agua podía rebozarse. «Sí señora», me respondió. Fui a cerrar la llave, y miré el tanque del lavadero, al que hacía rato no veía lleno. Me quedé tocando el agua, dejando que resbalara en mis dedos tan rápido como lo había hecho el tiempo, buscando ver, quizá, las manos de mi abuela sacando un recipiente lleno para enjuagar la ropa que restregaba en su mano de piedra, mientras yo, sentada en un butaco, esperaba a que llegara el momento de irnos a la cocina para subirme en el mesón del fogón. Ella ajustaría la máquina de moler, yo le echaría el maíz recién cocido y la vería girar la manivela, mientras su amor salía convertido en masa de arepas.

Amanecer en su casa era un premio ganado cuando nos portábamos bien. Me gusta recordar esos momentos. A veces estar allí, era el resultado de noches oscuras, como esa en la que mi papá llegó de viaje, trayéndonos de regalo las primeras muñecas Barbie. En medio de la discusión con mamá, las muñecas fueron lanzadas al suelo con fuerza. Al siguiente día, mi abuela nos ayudó a recogerlas, entre los restos de las demás cosas quebradas. Tenían las rodillas reventadas y los brazos casi partidos. Yo cogí la mía, la peiné, le arreglé su vestido, mientras mi abuela hacía lo mismo conmigo, para llevarme a su casa, aunque ella no supo dónde ponerme la cinta blanca que yo le puse a mi muñeca en el brazo. Mi herida no se veía.

Me gustaba estar en su casa, esconderme en esas piezas que se conectaban unas con otras y dormir en la cama de alguna de mis tías. En las noches, las puertas de las habitaciones se    aseguraban con pasadores grandes. Mis tías decían que era para evitar que las pisadas que hacían sonar el piso de tabla, cuando todos dormían, pudieran entrar.  Mi abuela decía que era mi abuelo cuidando la casa, cuidando a sus hijas. Yo me tapaba la cara con la cobija y abrazaba la muñeca que había llevado conmigo. Siempre llevaba una. Ellas eran lo más importante en mi vida. Tenía muchas y cuando estaba en mi casa, dormía con todas. Hoy, mi hermana dice que las muñecas de plástico le dan miedo. «Sus ojos vidriosos que se mueven de un lado al otro, la sonrisa quieta, esa expresión de llanto detenido en algunas, y de risa permanente en otras». «A mí me recuerdan la infancia, no pienso en nada más cuando veo una», le dije un día. «A mi hija, le puedes regalar peluches de animales, muñecas no. Tampoco quiero que sienta esa necesidad de jugar “mamacitas” y se le vuelva una fijación tener que ser mamá», insistía.

Mi abuela nos visitaba casi todos los días. Sentir su voz en el corredor era más que suficiente para levantarnos de la cama y correr a buscar el chocolate espumoso que estaría servido. Pero una mañana mi abuela no llegó sola, una señora robusta la acompañaba. Era la nueva empleada. Mientras la señora dejaba las cosas en su habitación, escuché que mi abuela le dijo a mamá: «No encontré a nadie más por ahora. Debes tener cuidado, acá en el pueblo, ella tiene fama de bruja. Si no te gusta su trabajo, me dices y yo hablo con ella; por favor». «Otra bruja», recuerdo que pensé. No era la primera vez que escuchaba esa palabra. La vecina lo era, la de la tienda también y la amante de mi papá, por supuesto.

La bruja nos hizo el desayuno al otro día y, mientras lo servía, me detuve en su abundante pelo canoso. Casi no vi su mirada y no supe si ella era gorda o tenía demasiada ropa encima. Yarumal tenía ese frío que aún extraño, pero pensaba que la señora debía de tener calor con ese buso medio rojo y otro debajo de ese. La vi en la cocina, luego barriendo y trapeando el corredor de baldosas de rombo. En la tarde la vi irse, y como era común que las empleadas durmieran en nuestra casa, me pareció extraño, pero escuché que mi mamá le dijo: «Mañana la espero».

En la noche, mi hermana mayor no encontró a su barbie y al parecer mi hermana menor tampoco. «¿Y la tuya?», preguntó mamá, dirigiéndose a mí. Fui corriendo a mi cama y allí estaban todas mis muñecas, las conté y vi también mi Barbie con la cinta blanca en su brazo. «La mía sí está», dije corriendo con ella en la mano, pero en ese momento mi mamá ya había hecho la cuenta de siete muñecas que faltaban. «Fue esa bruja, ¡es una ladrona!», le dijo a mi abuela, que acababa de llegar. «Despídela, y no le digas nada», le respondió ella. Pero como siempre, mi mamá omitió el consejo y, al siguiente día, vi cómo la señora salió con sus maletas en medio de los reproches. Esa tarde, mi abuela nos ayudó en el aseo de la casa. Ella se quedaría unos días con nosotras, mientras encontraba una nueva empleada en el pueblo. La noticia me alegró; tendríamos la espuma de su chocolate durante las mañanas siguientes.

En la noche abracé a mis muñecas, estaba feliz de que todas estuvieran conmigo. Mi mamá nos dio el beso de buenas noches, mientras me decía: «Esas muñecas te van a tirar de la cama». Me quedé dormida, tratando de esquivar los brazos de plástico que siempre me dejaban una marca al despertar. Y entonces soñé:

La puerta de mi pieza se abrió bruscamente de par en par y la señora robusta estaba allí mirándome. Traté de llamar a mis hermanas, pero ellas no me escucharon. La señora se reía, y entonces me lanzó la esfera pesada que mi mamá tenía en el comedor. La esfera pegó justo en mi boca.

Me desperté. Mis hermanas ya se habían levantado. Sentí que mi labio superior estaba inflamado y salí corriendo a la cocina donde estaban todos. Mi mamá palideció al verme y me dijo: «¿Qué te pasó, te caíste de la cama? Te dije que esas muñecas te iban a tumbar». «No, fue la señora robusta», dije tocándome el labio. «¿Cuál señora?», preguntó mi abuela. «La que se llevó las muñecas. Ella vino en la noche y me tiró la esfera nueva que hay en la sala, la que tiene un pez azul adentro». Mi abuela intervino: «¡Te lo dije, te dije que no tuvieras problemas con ella!». «No, la niña está asustada», repetía mi mamá. Mi abuela fue a la sala y tomó la esfera. «¿Fue esta?». «Sí», respondí. «Debemos llevarla al médico, a lo mejor tiene que ver con la infección en su riñón», decía mi mamá, corriendo al teléfono.

Mi abuela miraba la esfera y vio que tenía una fisura justo al lado del pez y preguntó: «¿Esto estaba así?». Mi mamá la miró, diciendo: «No sé, creo que se me había caído». «Tú nunca conservas nada quebrado», le dijo mi abuela, enfadada. «No quise botarla, es todo. ¿Cómo iba a entrar esa señora en la casa?, ¿y si le hubiera tirado esa esfera, no crees que su cara estuviera reventada? Mira el peso que esto tiene. ¡No creo en esas cosas y tú ya estás muy vieja para creer en eso!». «Precisamente, porque estoy vieja, sé lo que digo». «Bota esa esfera, igual ya está rota. Su papá ya viene. Quédate acá con las niñas, mientras la llevamos al médico. Ayúdame a lavarle los dientes». Mi abuela me llevó al baño y me preguntó: «¿Te dijo algo mientras te tiró la esfera?». «No», respondí. «¿Y tú a ella?». «Tampoco». Me ayudó a lavarme los dientes, mientras me daba la bendición y rezaba oraciones diciendo: «Protégela, protégela». «¿Tú me crees? Fue ella, yo la vi», le dije. «Quisiera no creerte, pero por desgracia te creo. Olvida su imagen y reza mucho. Es lo mejor que puedes hacer».

Mi abuela nos acompañó hasta la puerta y, al abrirla, las Barbies de mis hermanas y las otras muñecas, estaban tiradas por el corredor que daba a la puerta principal de la casa. Aún las recuerdo con sus ojos fijos, sus manos estiradas, sus pelos brillantes. Estaban allí todas.  «Ella ¡sí estuvo acá!», dijo mi abuela. «Deja de creer en esas cosas, las brujas no existen. Dejó las muñecas ahí por remordimiento», repetía mi mamá. «Ojalá que no le haya hecho algo malo a la niña». «¿Malo de qué? ¿Qué bobadas son esas?», dijo mamá, mientras caminábamos, esquivando las muñecas y ella le indicaba a mi abuela que las botara. Mis hermanas corrieron diciendo: «No, la mía no la boten». «Las debemos lavar entonces, no las toquen. Yo me encargo cuando vuelva, a la niña le van a poner una inyección para esa inflamación», dijo mamá.

Cerré bien la llave, mientras Gloria me pedía permiso para sacar agua del tanque. Caminé a la sala, recordando que treinta años después de lo sucedido, mi mamá me confesó que a ella nunca se le había caído esa esfera.

 

 

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