CUENTO: NEGRO SABE

 


Negro sabe*

 


“¿Sería normal el aullido de ese perro en las noches?”. Debía serlo. Nadie más se lo preguntaba; al parecer, solo yo.  El vigilante me dijo que no me preocupara y que más bien me acostumbrara a los ruidos del campo:

—Los animales de por acá saben cositas. Esos aullidos pueden ser por muchas cosas. De pronto están viendo otro animal grande, como ese puma que dicen que sale por ahí, o… pueden estar viendo otra cosa… en el campo se ven cosas, yo las he visto…

—¿Y usted conoce el perro que llora?

— ¡No es llanto!, créame doña, es muy normal eso de que los perros aúllen por acá.

Pero yo seguía sintiendo un dolor allí. Ese que en las tardes se mezclaba con la bruma que llenaba el lugar anunciando lluvias torrenciales.

Y así, entre el canto de las guacharacas y el ruido del bus que bajaba a la ciudad, llevando de regreso a los trabajadores de la construcción, yo lo escuchaba. En las noches caminaba por la unidad, viendo la luna que empezaba a asomarse, cubriéndome del frío y pensando en el suyo.

—¿Escuchas ese perro que llora? —le pregunté a mi vecino, mientras nuestros perros jugaban.

—¿Cuál? Ah… no me había percatado. Nunca le he prestado atención. La verdad, no.

¿Qué tenían mis oídos para que ese aullido llegara hasta mis huesos?

Y, al volver a mi apartamento, iba dejando atrás esas lágrimas que salían desde el fondo, que no se veían, pero que sé, eran las que le daban forma a ese sonido con eco que se esparcía en el silencio.

A primera hora de la mañana, cuando sacaba a Dante, los trabajadores de la obra empezaban a llegar y él los saludaba meneando su cola diminuta.

En cierta ocasión, me atreví a preguntarle a Karina, una residente de obra, sobre ese aullido que me atormentaba:

—¿Sabes de quién es ese perro que aúlla?

—Sí, claro: Negro, el negrito ese que tiene la cara llena de pelaje blanco. Él creció en estas obras; fue rescatado por un ingeniero y acá se quedó con nosotros; pero cuando empezaron a entregar los apartamentos, uno de los propietarios, el que vivé allá —dijo señalando los bloques más alejados— dio la orden de que lo sacaran de aquí. «Ese perro no es de nadie», recuerdo que dijo. Como Negro creció en estas montañas y todos los trabajadores de la obra lo quieren, lo miman y le dan comida, a él le gusta venirse para acá. Antes tenía otro compañerito, uno igualito a él, pero mono, que murió hace unos meses; lo encontraron muerto en los matorrales, cerca al bloque uno. No tenía heridas. Yo pensé que lo habían envenenado, pero los campesinos de acá me dijeron que los perros se aíslan para morirse. Me imagino que igual pasará con Negro; aunque él ya no tiene para donde huir. Todas las noches está encerrado. En las mañanas se mantiene con don Chucho, un campesino que se ofreció a cuidarlo; pero en las tardes, lo deben  de encerrar en la perrera que la constructora le hizo para que no se escapara… Y entonces, Negro llora.

—¿O sea que sí es llanto?

—¡Claro!, imagínese, nueve años o más que debe de tener ese animalito, siempre libre y de repente lo encierran.  A él como le gusta perseguir pájaros, meterse en la cascada de allí abajo. Ese negro sí que ha disfrutado de estas tierras, de este bosque…, y ahora encerrado. Yo también lloraría.

Volví a mi apartamento, me serví una taza de café y, mientras veía desde mi balcón la niebla que abandonaba la mañana dejando ver los picos de algunos pinos, miré a lo lejos la primera etapa del condominio. Imaginé al negro cachorro, corriendo como una liebre, sobreviviendo a otros animales, a lo mejor más pequeños que él, pero mortales; esos que no hacen tanto ruido, pero que, en su interior, tienen ese veneno que destruye con solo un roce. Sobreviviendo al puma, a otros perros más grandes que él, al clima, a los camiones que transportaban el pino cortado. Pero no pudo sobrevivir a la voz que se impuso y lo obligó a terminar sus años viviendo tras las rejas de una perrera. Desde allí, Negro veía ese bosque espeso que lo vio crecer, que le gustaría seguir recorriendo y donde un día buscaría un lugar para no volver.

Miré a Dante que se comía su desayuno, y le dije:

—¡Vamos a liberar a Negro!

Llamé a la administración de la unidad:

—Les doy dos días para liberar a Negro o procedo legalmente contra ustedes por maltrato animal. Qué sea en un juzgado donde se decida su lugar.

—Señora, un propietario fue quien solicitó que lo encerraran. Por ley, un perro no puede estar caminando libre por una unidad cerrada. Es mejor que antes de hacer algo, conozca el contexto de la historia. Si quiere, podemos agendar una cita…

—Está bien, agende la cita y, mientras usted la agenda, voy a dirigirme a alguna institución a poner una demanda. Un propietario no puede decidir por todos. Yo soy propietaria también y exijo que lo liberen. Negro llegó primero acá y que sea la Junta de la Unidad, cuando esté conformada, la que decida si puede o no estar acá.

—Pero, señora, cálmese, usted no conoce…

—¡Conozco el dolor del Negro, con eso me basta!

“Es maltrato”, me repetía, mientras veía por mi ventana a los petirrojos y a las guacharacas en los árboles.

Subí a mi auto. Quería encontrar esa casa y conocer el lugar donde Negro estaba encerrado. Llegué hasta allá por un camino empinado, empedrado y lleno de pantano. La casa estaba vacía. Caminé un par de pasos, mirando la cima de los árboles de eucalipto, esos que fueron los que me llevaron a comprar en la vereda Normandía, y entonces pregunté: «¿Dónde estás?».

Pasaron dos noches en las que Negro no lloró. Tuve miedo de que le hubiera pasado algo, que la solución del problema hubiera sido callarlo. «Un perro más de construcción», dirán.

A la tercera noche, caminaba con Dante, mirando la niebla de nuevo en la luna, mirando ese nudo de árboles que no se veían, allí donde él se confundía con la negrura. Estaba segura de que el plazo se había acabado y buscaría ayuda para liberarlo o saber dónde estaba. Tuve mucho miedo de su llanto callado y entonces escuché la voz del vigilante:

—Le mandaron saludes, doña.

—¿Qué? ¿Quién?

— El perro Negro, hoy estuvo por acá.

—¿Qué?, ¿el perrito canoso?, ¿está bien? ¿Lo soltaron?

—Sí, hoy vino y se quedó un rato.

—Dante, soltaron a Negro —dije con emoción—. Lo quiero conocer.

—Él, a veces viene y se queda, pero generalmente vuelve donde don Chucho. Acá entre nos, Don Chucho dijo que él no lo encerraba más. Como que alguien iba a demandar.

—¡Sí…, yo! Yo iba a demandar a la unidad, a la constructora.

—Pero se demandaría usted misma… ¡jajajaja!

—Así es, y no me importa; eso es secundario.

Lo buscaba, lo quería ver, pero cuando en las noches yo regresaba del trabajo, me decían que había venido un rato y se había ido. Un vecino le dejó cuido en la portería. Entonces yo le llevé recipientes para el agua y la comida.

Habían pasado un par de semanas desde que lo sabía libre y, en las noches, siempre preguntaba por él. Quería escuchar que volvía… Hasta que por fin un día,  vi una mancha negra que lamía sus patas. Era él. Me bajé con las manos temblorosas y, entonces, me miró con sus ojos miel. Se acercó, mientras me arrodillaba para tocar su cara; puso su pata en mi hombro. Lloré.

Al observarme, el portero dijo:

—¡Él sabe!, ¡él sabe…! ¡ellos saben!, ¡él sabe que fue usted!

—Eres libre, Negro. Nadie te va a volver a encerrar.

Dante corrió un rato con él, y luego me fui para mi apartamento.

A la mañana siguiente, regresé a la portería a llevarle un poco de cuido, y el portero me dijo:

—Le voy a mostrar algo:

Sacó su teléfono celular y me enseñó una foto de Negro, dormido al lado de mi carro.

— ¿Pasó la noche ahí?, ¿pero si anoche se quedó acá, en la portería? —pregunté.

—Él sabe… El vigilante que daba la ronda lo vio durmiendo ahí.

—¿Tendría frío?

—¡Qué frío va a tener Negro! ÉL es de por aquí. ¡A él, este monte no le queda grande!

Me fui al trabajo, pensando en encontrarlo, pero pasaron varias noches en las que no apareció.

—La esperó un rato y se fue —me decía el portero, a veces.

Hasta que una noche llegué temprano y vi por los espejos un perro que corría detrás de mi carro. Era él. Al detenerme y bajar, me saludó, estirando su pata. Caminé hasta mi apartamento y lo dejé entrar. Tomó agua y comió.  Lo acosté en una cama improvisada; durmió dos días seguidos. Comía y dormía. Yo miraba su cara canosa, igual a mi cabello. Sus codos y sus patas tenían callos. «Yo también tengo callos en el corazón, Negro. Yo también quisiera llegar y descansar. A mí también me gustaría gritar y que no me escucharan todos, solo aquel que quiero que me escuche, ese que va a salvarme. De aquí, nadie te sacará».

Le compré un collar. Lo bañé.  Hoy, cuando quiere salir de mi apartamento, me mira, y yo le abro la puerta; cuando quiere volver, pide entrada, dando una patada, y yo le abro, diciendo: «¡Aquí estás!».

Ahora me gusta salir a caminar con mis perros, mientras los colores naranja del cielo se mezclan en la mañana. Dante y yo miramos a Negro correr, perseguir los pájaros, sentarse en los charcos y ahora Dante también sabe beber agua lluvia del camino. Al mirar a Negro lleno de pantano, le digo:

—¿Te quieres perder la dormida en el sofá?

A veces lo veo irse y siento temor de no saber si será la última vez que lo veo; pero le abro la puerta para que sea… él.

—¡No te mueras aún mi negrura, vuelve!

Él levanta su pata para dármela y sé que lo sabe; porque como dice el portero: Negro sabe…


*Cuento ganador concurso nacional de cuento 2022 Coopemsura.

 

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